El Garmendia olvidado
La
literatura venezolana cambiará cuando leamos correctamente a Julio Garmendia y
entremos a ese océano profundo que es su obra. Es necesario sentir que nos
ahogamos para descubrir una ciudad secreta, amurallada y distinta, que se niega
a aceptar su condena al olvido.

Julio
Garmendia era extremadamente discreto pero dejó, quizá sin proponérselo, una
obra destinada a convertirse en su portavoz. Una obra que cobra vida cada vez que abrimos alguno de sus
libros.
Desde
muy joven escribía y queda constancia de su precoz talento en diarios de
Caracas (Venezuela). Allí publicó sus primeras ficciones y artículos de crítica
literaria en los cuales predominaba un estilo narrativo límpido e irónico.
Menciono esto y recuerdo aquella controversia generada después de una serie de
artículos donde se elogiaba las obras de los jóvenes autores de la Generación del 18. Libro que más tarde
serían atacados por las duras palabras del misterioso señor Manuel Antonio
Pedernales. Julio Garmendia es el primero en responderle al crítico a través de
cuatro crónicas. Y me atrevería a decir que al menos una de ellas es una
auténtica obra de arte:
“El señor Pedernales sueña… Sueña
con una literatura hondamente venezolana. Sueña, además, que es crítico; pero no
puede dejar de dormir porque el crítico Pedernales está trasnochado. Expone
síntesis luminosas, señala nuevos derroteros. Inventa, para predicarle a los
jóvenes como norma de arte y de vida, una doctrina fecunda, enaltecedora y
generosa.” (El sueño del señor Pedernales, Julio
Garmendia, 1924).
Después se descubriría que el señor Pedernales era el pseudónimo que usó
Pedro Sotillo, escritor y periodista venezolano, para “sacudir el ambiente literario y evitar que sus jóvenes colegas se
pierdan en la autocelebración.” (Buono,
G., p.178).
Estas
pequeñas batallas literarias siempre me han seducido. Y es que en mi ciudad,
Barquisimeto, la misma donde Julio Garmendia pasó su infancia al cuidado de su
abuela, gozaba de una página literaria en El Impulso, quizá el diario más
importante del estado Lara, donde hasta los primeros años del nuevo siglo se
podían leer textos similares que mantenían viva, de alguna forma, la cultura en
todas sus expresiones.
Revisando
los artículos de Garmendia advierto que su estilo irónico se asemeja a los
comentarios punzantes de Roberto Bolaño; el mismo autor al que confieso
parafrasear en la primera oración de este artículo. Ambos son autores que
respeto y he leído apasionadamente, sin mayores pretensiones y sin ningún
interés que no sea comunicar lo importante que han sido para mí. Asimismo
considero que Garmendia, guardando las distancias, al igual que Bolaño, tenía
un maravilloso oído literario que le ayudaba identificar dónde había talento y
dónde no. Y lograban ser tan finos al escribir crítica que el criticado podía
pensar, si no leía entre paréntesis,
que era un elogio. Pero aquí no vinimos a hablar de Bolaño, sólo es una breve
licencia que me he tomado, sino de Julio Garmendia. El Garmendia olvidado. Sin
embargo advierto que me tomaré el atrevimiento, seguramente equívoco, de
compararlo con algunos autores —aunque sus obras no tengan similitudes
estilísticas— con la sola intención de que el lector de este artículo pueda,
aunque sea por unos minutos, pensar en lo importante que es Julio Garmendia
para la literatura venezolana.
¿Qué
leía Julio Garmendia?, esa pregunta me la hice mientras decidía cómo abordar
este texto. Y Oscar Sambrano Urdaneta me respondió: “Lo primero que testimonian los libros conservados por Garmendia es su
preferencia por el cuento y la novela, lo que es natural y nada sorprendente.
Lo segundo que se advierte, y que sí podría llamar la atención, es que los
autores más numerosos son rusos: Antón Chéjov, Fedor Dostoievski, Nicolás
Gogol, León Tolstói…” (Sambrano, O.,
p. XVI, Fondo Editorial Ayacucho).
Por
esos azares que nos depara la literatura, en ese momento estaba leyendo Mi vida de Antón Chéjov. Se dice que el
autor ruso nunca participó en ningún grupo literario de su entorno y, aunque
los respetaba y los leía, no se nota una influencia directa de Tolstói o
Dostoievski en su obra. “De Chéjov no se
guardan muchas consideraciones teóricas […] pero como todo buen escritor, su
propia obra es suficiente para describirnos el pensamiento artístico de un
autor que nunca aceptó del todo, y si lo hizo fue siempre con cierta sorna, el
pasado fardo de convertirse en la conciencia del pueblo…” (San Vicente, R., p. 12, 1992).
Julio
Garmendia nunca fue un escritor interesado en hacerse notar, aún teniendo las
posibilidades, sino que prefería la discreción y hasta lo llegaron a señalar de
ser, literalmente, un fantasma. Tampoco se inscribió en ningún movimiento cultural
pero sí dejó su teoría literaria inmersa en su obra. El ejemplo más evidente lo
podemos conseguir en El cuento ficticio donde
se manifiesta “nada menos que el actual
representante y legítimo descendiente y heredero en línea recta de los
inverosímiles héroes de Cuentos Azules de que ya no se habla en las historias…”
(Garmendia, p.35, 1927). Allí va
dejando, según muchos críticos especializados en literatura, su teoría
literaria. Y puede ser así. Garmendia se mantuvo coherente en sus opiniones y
sabía hacia dónde iba. Sus cuentos son originales: pueden leerse como
fantásticos, maravillosos, realistas o humorísticos; todo va a depender del
lector y el estado de ánimo que se tenga al momento de leerlo. Julio Garmendia debería ser el puente de
transición para todos los que desean escribir bien y alcanzar una narrativa
capaz de cruzar las fronteras. No es
descabellado poner a nuestro Garmendia más olvidado al lado de Borges o Chéjov
o hasta Kafka. Desconozco si para ese entonces, 1924, en Venezuela se leía a
Franz Kafka. De lo que sí estoy seguro es que en El sueño del señor Pedernales quienes mantienen el diálogo que
pretende exponer la cerrada mente del crítico son dos cucarachas que ruedan
entre unos libros viejos.
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